Se llamaba Manuel Belgrano y había nacido en
Buenos Aires el 3 de junio de 1770. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego
en España, en las Universidades de Valladolid y Salamanca. Llegó a Europa en
plena Revolución Francesa y vivió intensamente el clima de ideas de la
época.
Así pudo tomar contacto
con las ideas de Rousseau, Voltaire, Adam Smith y al fisiócrata Quesnay.
Se interesó
particularmente por la fisiocracia, que ponía el acento en la tierra como
fuente de riqueza y por el liberalismo de Adam Smith, que había escrito allá
por 1776 que “La riqueza de las Naciones” estaba fundamentalmente en el trabajo
de sus habitantes, en la capacidad de transformar las materias primas en
manufacturas. Belgrano pensó que ambas teorías eran complementarias en una
tierra con tanta riqueza natural por explotar.
En 1794 regresó
a Buenos Aires con el título de abogado y con el nombramiento de Primer
Secretario del Consulado, otorgado por el rey Carlos IV. El consulado era un
organismo colonial dedicado a fomentar y controlar las actividades económicas.
Desde ese puesto, Belgrano se propuso poner en práctica sus ideas. Había tomado
clara conciencia de la importancia de fomentar la educación y capacitar a la
gente para aprendiera oficios y pudiera aplicarlos en beneficio del país. Creó
escuelas de dibujo técnico, de matemáticas y de náutica.
Las ideas
innovadoras de Belgrano quedarán reflejadas en sus informes anuales del
Consulado en los que tratará por todos los medios de fomentar la industria y
modificar el modelo de producción vigente.
Desconfiaba de
la riqueza fácil que prometía la ganadería porque daba trabajo a muy poca
gente, no desarrolla a la inventiva, desalentaba el crecimiento de la población
y concentraba la riqueza en pocas manos. Su obsesión era el fomento de la
agricultura y la industria.
Daba consejos
de utilidad práctica para el mejor rendimiento de la tierra recomendando que no
se dejara la tierra en barbecho, pues “el verdadero descanso de ella es la
mutación de producción”. Aconsejaba el sistema que se usaba en
aquel tiempo en Alemania, que hacía de los curas párrocos verdaderos guías de
los agricultores, realizando éstos, gracias a sus conocimientos, experimentos
de verdadera utilidad, enseñándoles las prácticas más adelantadas.
Belgrano, el
más católico de todos nuestros próceres, entendía que estas eran funciones
esenciales de los curas que encuadraban dentro de su ministerio, “pues
el mejor medio de socorrer la mendicidad y miseria es prevenirla y atenderla en
su origen”.
El secretario
del Consulado proponía proteger las artesanías e industrias locales
subvencionándolas «un fondo con destino al labrador ya al tiempo de las
siembras como al de la recolección de frutos». Porque «La
importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que
perjudican al progreso de sus manufacturas, lleva tras sí necesariamente la
ruina de una nación».
Esta era, a su
entender la única manera de evitar “ los grandes monopolios que se ejecutan
en esta capital, por aquellos hombres que, desprendidos de todo amor hacia sus
semejantes, sólo aspiran a su interés particular, o nada les importa el que la
clase más útil al Estado, o como dicen los economistas, la clase productiva de
la sociedad, viva en la miseria y desnudez que es consiguiente a estos
procedimientos tan repugnantes a la naturaleza, y que la misma religión y las
leyes detestan».
En Memoria al
Consulado 1802 presentó todo un alegato industrialista: “Todas las naciones cultas se esmeran en
que sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse, y todo su
empeño en conseguir, no sólo darles nueva forma, sino aun atraer las del
extranjero para ejecutar lo mismo. Y después venderlas.”
En unos de sus
últimos artículos en el Correo de Comercio, resaltaba la necesidad imperiosa de
formar un sólido mercado interno, condición necesaria para una equitativa
distribución de la riqueza: “El amor a la patria y nuestras
obligaciones exigen de nosotros que dirijamos nuestros cuidados y erogaciones a
los objetos importantes de la agricultura e industria por medio del comercio
interno para enriquecerse, enriqueciendo a la patria porque mal puede ésta
salir del estado de miseria si no se da valor a los objetos de cambio y por
consiguiente, lejos de hablar de utilidades, no sólo ven sus capitales
perdidos, sino aun el jornal que les corresponde. Sólo el comercio interno es
capaz de proporcionar ese valor a los predichos objetos, aumentando los
capitales y con ellos el fondo de la Nación, porque buscando y facilitando los
medios de darles consumo, los mantiene en un precio ventajoso, así para el
creador como para el consumidor, de que resulta el aumento de los trabajos
útiles, en seguida la abundancia, la comodidad y la población como una
consecuencia forzosa.”
Belgrano fue el
primero por estos lares en proponer a fines del siglo XVIII una verdadera
Reforma Agraria basada en la expropiación de las tierras baldías para
entregarlas a los desposeídos: “es de necesidad poner los medios para
que puedan entrar al orden de sociedad los que ahora casi se avergüenzan de presentarse
a sus conciudadanos por su desnudez y miseria, y esto lo hemos de conseguir si
se le dan propiedades ( …) que se podría obligar a la venta de los terrenos,
que no se cultivan, al menos en una mitad, si en un tiempo dado no se hacían
las plantaciones por los propietarios; y mucho más se les debería obligar a los
que tienen sus tierras enteramente desocupadas, y están colinderas con nuestras
poblaciones de campaña, cuyos habitadores están rodeados de grandes
propietarios y no tienen ni en común ni en particular ninguna de las
gracias que les concede la ley, motivo porque no adelantan …».
Se trata como
puede leerse de un pensamiento sabio, muy avanzado para la época, de una
actualidad que asombra y admira, la de aquel hombre que se nos fue un 20 de junio
de 1820 en medio de la indiferencia general, mientras en plena guerra civil
Buenos Aires tenía tres gobernadores en un mismo día, aquel genial Manuel
Belgrano que alcanzó a decir “Yo espero que los buenos ciudadanos de
esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias.»
Fuente: www.elhistoriador.com.ar